Como todas
las mañanas,
desperté en
mi salada
cama de
arena.
Seleccioné
con cuidado
los rayos
de sol más dulces
para
exprimirlos
y beberme
el amanecer
en un zumo
de naranja.
Apenas la
luz
había
mojado mis labios,
algo llamó
mi atención.
Divertida,
observé
como un
hombre adormilado
(presumiblemente
en pijama)
era
arrastrado por su perro.
En aquella
orilla a contraluz,
de no ser
por la correa,
me habría
sido difícil
distinguir
paseador y paseado…
El grito de
una gaviota
afónica de
azules
rozó mis
pestañas
con su beso
de aire.
El deseo de
volar
recorrió mi
espalda desnuda
con sus
dedos invisibles.
Sentí frío.
Sólo un
abrazo
de alas
blancas
habría
derretido el invierno
que acababa
de posarse en mis hombros.
A falta de
plumas,
busqué
calor entre las olas.
Sobre una
mecedora de agua,
con hilos
de sal,
he trenzado
un pequeño collar.
He puesto
un cebo de sueños
en el
anzuelo de mi caña de espuma
para pescar una gaviota…
En el
próximo amanecer,
la sacaré a
pasear
.
.
.
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