Paseaba
por el
mediodía
de
cualquier ciudad…
Puede,
incluso,
que fuese
ésta.
Me detuve
ante el semáforo
rojo de tus
ojos
esperando
la luz verde
que me
permitiera
cruzar
despacio tu mirada.
Bajé la
vista unos segundos
hacia la
punta de mis pies.
Descubrí,
horrorizada,
cómo la
sombra de un pájaro
agonizaba
bajo la suela
de mis
zapatos de domingo.
Asustada,
me
precipité sobre tus pupilas.
Reflejaban
un edificio
de nueve
plantas
(sin contar
los geranios)
coronado
por una hilera de palomas.
Pude intuir
un ámbar parpadeante
en tu
sonrisa,
pero te di
la espalda.
Cuando las
aves de asfalto
levantaron
el vuelo,
las sombras
resbalaron
por la
fachada
estrellándose
contra el pavimento
con un grito
silencioso
que ahogué
tapándome los oídos.
En el
portal,
se
amontonaban
los restos
del suicidio
.
.
.
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